Ha llegado la hora de empoderar a los pobres ciudadanos?


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sábado 11 de febrero del 2012

EL PODER DE ELEGIR

Los pobres deben tener el derecho a quitarle el financiamiento a colegios y hospitales públicos que brinden un mal servicio.





Hace unos días el Gobierno publicó las metas en materia social que busca cumplir al 2016. No es poco lo que está en juego con el tema. 

En los últimos 10 años el crecimiento económico sostenido ha permitido sacar a millones de peruanos de la pobreza, pero siguen siendo muchos los que todavía no han alcanzado sus beneficios. 

Son peruanos de los que tendría que haberse ocupado el Estado. 

Ese mismo Estado que, gracias al crecimiento, tiene más dinero que nunca sin que se altere la (mala) calidad de sus servicios, incluyendo los vitales educación y salud. 

Como resultado, todo el peso de la mesa de la viabilidad nacional recae sobre una única pata (el crecimiento), haciéndola crujir y amenazando incluso cada tanto con romperla.

Ya es tiempo de arrancar este problema desde la raíz. A la fecha los proveedores estatales de salud y educación tienen pocos incentivos para mejorar sus servicios por dos razones principales. 

La primera, porque no tienen un dueño detrás buscando ganancias y empujando consiguientemente por tener un consumidor satisfecho. 

La segunda, porque saben que lo que sea que ofrezcan (bueno, regular, malo o simplemente impresentable), el ciudadano sin recursos no tiene más remedio que tomarlo. 

El primer problema es intrínseco al Estado, pero el segundo no y es bastante lo que se puede hacer para atacarlo.

Nuestra propuesta es esta: hay que empoderar al ciudadano para que, frente a lo que le ofrezca el Estado, tenga opciones. 

En otras palabras, para que pueda haber entidades estatales que se queden sin usuarios y cuyo desempeño sea evaluado, de esta manera concreta, clara y pública, directamente por el consumidor. 

Los hospitales y los colegios estatales tienen que competir entre sí, y también con privados. 

Exactamente igual que los caballos, las empresas se esfuerzan más cuando tienen otro corriendo al lado. Lo mismo, no lo duden, le sucedería a nuestro Estado. 

Otra sería la actitud de los colegios y las escuelas públicas si supieran que en la satisfacción de sus usuarios se juega, junto con su cantidad de público, la continuación de su presupuesto y, consiguientemente, la de los sueldos de sus integrantes.

¿Cómo poner a competir a los proveedores estatales de salud y servicios entre sí y con privados? Proponemos un sistema de cupones. 

La idea no es nuestra; no estamos inventando la pólvora. 

En lo que toca a educación, opera hace tiempo en Suecia y ha tenido muy exitosos programas pilotos en países como Holanda, Estados Unidos o nuestra vecina Colombia. 

Funciona así: en lugar de financiar directamente a sus escuelas y hospitales, el Estado emite cupones que entrega a la población que no puede pagar por sí sola estos servicios. 

Con estos cupones las personas pagan el colegio donde quieren educar a sus hijos o al seguro médico público o privado con el que quieren tratarse, que luego los canjea con el Estado por dinero. 

Estos colegios y centros médicos no tienen por qué ser solo públicos: el Estado puede asociarse también con escuelas, seguros y clínicas privadas para que acepten los cupones. 

El colegio y el hospital público que no tienen cupones, no tienen fondos. 

El privado que no los recibe pierde una serie de potenciales nuevos clientes pagados por el Estado. 

El punto está en que es la persona interesada la que decidirá directamente dónde recibe el mejor servicio por la cantidad de dinero que el Estado gasta en dárselo.

La de la salud y la de la educación son de las más terribles desigualdades que sufre nuestro país. 

Quienes tienen recursos pueden exigir buena atención porque quienes los atienden saben que pueden irse con su competencia. 

Los pobres, en cambio, tienen que tomar lo que les den y, conscientes de esto, quienes se lo dan no suelen esforzarse al máximo. 

En un país justo, los pobres también deben tener el derecho de castigar a los profesores que prefieren marchar y quemar llantas por ideología a educar a sus hijos, y a los hospitales que los dejan morirse en la cola. 

Los pobres, en corto, también deberían poder irse con sus recursos a otra parte. 

No vemos razón alguna para que los servicios del Estado tengan que llegarles por vía de un embudo. 
Ninguna, claro, salvo la comodidad estatal.

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